Por Victor Fonseca
Lo que ocurrió el lunes en los Estados Unidos, en que un policía presionó con su rodilla hasta matar a un ciudadano afroamericano, es un asesinato. Es un crimen no solamente con agravantes suficientes, sino que además, el criminal se dio el lujo de ejecutar su acción ante la aterrada presencia de decenas de personas.
Ocasionalmente, reconocemos la poca tolerancia que en la Unión Americana se tiene hacia la delincuencia, incluso con gente necia que gusta de armar escándalos hasta que son sometidos a la fuerza. Pero el caso es distinto: el hoy asesinado nunca opuso resistencia alguna al arresto, según se evidencia en los videos que circulan hoy por todo el mundo.
Lo bajó del carro, lo esposo, lo maltrató un buen rato, y finalmente lo lanzó al suelo para clavarle de manera bárbara su rodilla en el cuello, asfixiándolo hasta provocarle la muerte. El brutal asesinato se cometió frente a los azorados ojos de personas que le pedían no hacerlo. El torvo sujeto mató con testigos grabándole su acción. No tuvo piedad a pesar de los gritos de su víctima que se fueron apagando hasta morir.
Lamentablemente, el suelo americano pareciera regalar un abusivo patente de corso a cada uno de sus agentes policiacos, sobre todo cuando en las filas gendarmeriles hay enfermos de racismo y odio en contra de latinos y gente de color, a quienes incluso –como este caso– pueden privar de la vida en medio de una gran impunidad.
Al criminal policía lo suspendieron de momento, pero la ley de los gringos, encabezados hoy por el déspota mayor de la humanidad, lo va a regresar a seguir matando gente indefensa ante su brutalidad y salvajismo criminal. Ya verán.