Desde Rusia, sobre el miedo
Es bien sabido que en lugar del Muro de Berlín, derrumbado con tanta publicidad y tanta cobertura de prensa, no solo se siguieron levantando varios otros, de todo tipo y para todos los gustos y disgustos, sino que además a la par siguieron ardiendo puentes entre las diferentes orillas de la humanidad.
Hay un elemento común que se convirtió en la mejor amalgama de estas obras modernas: el miedo. Mientras más desesperado e ignorante sea el cliente, más miedo se le puede vender. Y la extraña magia del miedo está en su enorme capacidad de vigilar el corazón y el pensamiento de quien una vez lo compra.
Rusia es un país muy extraño. Varios extranjeros que han vivido allí por años coinciden en que, a medida que profundizaban sus conocimientos sobre este mundo, más de una vez cambiaron de idea respecto a lo que realmente era Rusia. Un territorio infinito, con una variedad de paisajes, climas y culturas locales, que se refleja obviamente en una enorme complejidad mental y humana.
También es un país riquísimo en recursos naturales, que aún están lejos de ser totalmente descubiertos y explorados, y mucho menos regalados a corporaciones internacionales. Además, con un idioma diferente al de muchos de los “países civilizados”. Incluso con su reciente Revolución Socialista del siglo XX, la victoria sobre el nazismo y la competencia de igual a igual que vivió con Occidente durante la “Guerra Fría”. Para la construcción de un nuevo cuento de terror, Rusia, sin dudas, es el país perfecto, que si no existiera habría que inventarlo.
Pónganse por un momento en el lugar del poder mundial neoliberal, decadente, que está perdiendo la competencia capitalista con una China socialista y que no duerme al imaginar que un día los pueblos del Sur Global —saqueados y masacrados por los imperios del norte— se levantan exigiendo su lugar humano en la historia. Ese poder siente, además, que su ciclo de vida natural va hacia el declive, que ya no es capaz de producir nada, ni siquiera nuevas mentiras.
Para activar su moribunda economía necesita la guerra. Para justificar la guerra necesita un enemigo que debe amenazar a toda la humanidad.
Es entonces cuando este poder mira un mapamundi y, desde su escasa comprensión de la historia, elige a Rusia, un país rico, rico también en paciencia, sabiduría, sentido del humor y que está acostumbrado a los cuentos y mentiras de sus enemigos. Y la fábrica del miedo se pone en marcha. Al parecer, estamos en un momento que favorece a este tipo de producciones.
En un mundo donde fueron destruidos todos los valores comunitarios, conjuntos y colectivos, y las personas de diferentes culturas y razas se dispersaron en los antros estandarizados del mito universal sobre “el éxito individual”, las ideas dejan de ser nuestra carne y nuestra sangre para convertirse en adornos de disfraces o de etiquetas para las entradas a los clubes y sectas creadas por el sistema.
A pesar de su aparente final feliz, la conocida historia de Julián Assange es bastante vergonzosa y aterradora. El mundo entero fue quien permitió la ejecución pública de su héroe y, después de demostrar un poco de indignación, fácilmente moderada por la “prensa imparcial y objetiva”, volvió a su trabajo rutinario, incluido el del periodismo. El ajusticiamiento de Assange ejecutado por el poder ante los ojos de todo el mundo ha sido la demostración más absoluta de la impotencia e hipocresía de la llamada “comunidad mundial”.
Bien adiestrada y entrenada en los últimos años, desde la pandemia hasta la guerra mundial ucraniana, la “prensa seria” ha aprendido muy bien su lugar y sus líneas infranqueables de la autocensura.
Lo mismo, o incluso algo peor, está ocurriendo ahora con los movimientos sociales y políticos que solo ayer con tanto fervor criticaban al capitalismo y al orden establecido. En las cuevas individuales de sus propias luchas por los ideales traicionados, muchos han acomodado bien sus rebeldías en su propio nicho de permisibilidad prudente.
Numerosas fundaciones y organizaciones no gubernamentales creadas por el sistema para liderar a la “oposición antisistema” de los países y sus pueblos han enseñado bien a las nuevas generaciones de dirigentes y activistas sociales cuáles deben ser los vectores correctos de las “revoluciones” exigidas por las corporaciones, y cómo cantar canciones comunistas durante los levantamientos nazis junto a las turbas de ignorantes atontados por la emoción y el narcisismo. De lo contrario, es demasiado fácil quedarse sin financiación, sin prensa e incluso sin amigos que serían inmediatamente arrastrados a otros mares de las redes sociales.
¿Acaso no parece raro el fuerte miedo a la soledad que tienen todos los que profesan el individualismo más extremo? En los grupúsculos y partidúsculos de “izquierdas” —como esta seudoizquierda se autodenomina, tal vez queriendo acentuar que son muchos—, reeducados y admitidos por los dueños del poder desde hace tiempo, todo el mundo sabe que ya se puede criticar a Israel, pero defender a Rusia jamás.
Allí nadie habla de líneas rojas, pues la autocensura es más estricta que cualquier censura, porque no hay candados para el pensamiento que sean más seguros que los del miedo propio. Cuando se habla de la política de cancelación de la cultura rusa se suele hablar de Pushkin y Chaikovski, pero se les olvida por completo algo más grave y común: que parte de esa cancelación es la cancelación de cualquier debate libre que implique opiniones procedentes de Rusia o de su defensa.
El miedo de los revolucionarios de ayer es provocar la ira de quienes generosamente han aceptado perdonar y tolerarlos… tanto ha sido así, que hasta liberaron a Assange.