Un asunto de familia
Desde los tiempos de la independencia, las constituciones políticas en América Latina se escribieron en un lenguaje a la vez sobrio y solemne, en el que resonaban los ecos de la declaración de los “derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre” proclamada en Francia por la Asamblea Nacional en 1789, resumen de todo el espíritu de la Ilustración; y se articulaba el Estado democrático en base a la clásica división de poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, herencia del pensamiento de Montesquieu y de la ejemplar Constitución de EU votada en 1787 en la convención de Filadelfia.
La Constitución de Nicaragua no se apartaba de este modelo, afianzado tras el triunfo de la revolución liberal de 1893 y, aunque a lo largo del siglo XX hubo varias constituciones, la separación de poderes persistió invariable, aún bajo la dictadura de la familia Somoza, que se cuidaba de las apariencias legales, aunque lo controlaran todo en un solo puño, ministros, diputados y jueces.
Es la Constitución que yo estudié en la escuela de derecho letra muerta en su mayor parte, y si alguien no conociera la realidad que el país vivía, con un “hombre fuerte” a la cabeza, como en la prensa de Estados Unidos se llamaba entonces a los dictadores, habría tomado fácilmente Nicaragua por un país democrático, con plenas garantías ciudadanas, libertades públicas aseguradas, elecciones libres y alternancia en el poder.
La mano del legislador, por mucho que fuera animada por los hilos del titiritero desde arriba, se movía sobre el papel con elegancia de estilo, y se atenía a las formas. Ahora se acaba de aprobar una reforma a la Constitución tan vasta, que equivale a una nueva, donde no sólo se ha roto toda contención del lenguaje para dar paso a una retórica disonante y exaltada del peor gusto, sino que el Estado mismo pasa a ser un verdadero esperpento, sin maquillajes ni escondrijos.
Al menos, podrá decirse que, fuera las máscaras y caretas, el régimen pasa a mostrarse como verdaderamente es, cerrándose toda brecha entre apariencia y realidad. La torpeza del lenguaje constitucional responde a la torpeza del Estado que describe.
Los poderes independientes del Estado desaparecen y hay una sola entidad suprema, la Presidencia de la República, de la que dependen los “órganos” Legislativo, Judicial y electoral. ¿Para qué andarse con falsas apariencias?, parece decirnos el amanuense disfrazado de legislador. Ahora la Constitución misma proclama que los magistrados y jueces son nombrados por la Presidencia, de la cual, entonces, dependerán las sentencias y fallos judiciales y, como el órgano legislativo también depende de la Presidencia, a la Asamblea de diputados sólo le toca pasar leyes a voluntad de la Presidencia. ¿Y las elecciones? El “órgano” electoral depende de la Presidencia, y, por tanto, la Presidencia tiene la última palabra en el recuento de los votos. Mayor claridad, ni los cielos en un día de verano.
De la Presidencia depende el ejército, y depende la policía. Y los gobiernos municipales. Y todo lo demás. No hay resquicio; “la Presidencia de la República dirige al gobierno y como jefatura del Estado coordina a los órganos Legislativo, Judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales, en cumplimiento de los intereses supremos del pueblo nicaragüense”.
Otra novedad: “la Presidencia”, entidad autárquica y suprema, colocada por encima de toda falibilidad, tiene carácter bicéfalo, compuesta por un copresidente y una copresidenta, ambos con iguales poderes. Una Constitución, como se ve, hecha a la medida. Pero se queda un pequeño paso atrás, y no se establecen (por el momento) los nombres y apellidos de la pareja de copresidentes, tal como la Constitución de Haití de 1964 declaraba presidente vitalicio al doctor François Duvalier “a fin de asegurar los logros y la permanencia de la Revolución Duvalier en nombre de la unidad nacional”.
Pero se da por supuesto que ya se sabe de qué pareja se trata, y sobra por lo tanto agregar tanto detalle. No hay otra pareja. El legislador, incensario en mano, la declara pareja vitalicia, y no se preocupa de responder al enigma de qué pasará en el futuro a falta de esta pareja. Sólo responde que, si uno de los dos falta, el otro se queda con todo.
Una Constitución matrimonial, por primera vez en la historia de América Latina, que presupone la avenencia de la pareja que manda por partida doble. Ya sabemos que el sastre obsecuente ha cortado la Constitución a la medida de la pareja, según la pareja misma se lo ha ordenado. No se puede imaginar a ninguna otra sentada en el doble trono.
Todo trono es hereditario, y pasa de padres a hijos. Pero, la zalamería pudorosa del legislador no ha contemplado la sucesión dinástica, y ya quedará para una nueva Constitución resolver la manera en que el poder habrá de transmitirse por derecho de sangre. A lo mejor hasta se les ocurre establecer, de una vez por todas, una monarquía revolucionaria, antioligárquica y antimperialista.
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